Descubriendo planetas en el sistema solar
Los plutonianos llevan un tiempo de capa caída. No es para menos. Recordaréis que hace un par de años los científicos, o mejor dicho la Unión Astronómica Internacional, decidió (¡sin consultarlo con los escolares de ayer y de hoy, qué tanto cariño le habíamos cogido!) descolgar de la ilustre familia planetaria al más pequeño y chiquitito de los cuerpos «errantes» (eso significaba planeta en griego) de nuestro Sistema Solar: Plutón.
Crearon entonces un término nuevo, el de planeta enano. Pssse…Eso sólo fue para que los indignados plutonianos no se le subieran a las barbas. Pero ¿qué es eso de planeta enano? Por poner un ejemplo, a tal clase de cuerpos astronómicos también pertenecería Ceres, al que siempre habíamos considerado un simple asteroide. ¿Plutón rebajado a la categoría miserable de trozo de piedra fría perdido en los abismos interestelares?
Indignante. El caso es que la anécdota nos sirve para rememorar un poco la historia del Sistema Solar. No es tan plácida como pudiera parecer, no creáis. Durante un período, los astrónomos representaron el papel del paparazzi, dispuestos como estaban a buscar hijos bastardos por doquier que luego, claro, se demostraban falsos.
Desde hace miles de años el hombre tiene conocimiento de cuerpos peculiares, no fijos a la bóveda celeste como las estrellas sino que vagabundean por los cielos un poco misteriosamente y hasta se diría que con desfachatez. Los griegos los llamaron planetas: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno.
Ni la revolución copernicana ni la revolución científica ulterior aportaron nada nuevo al catálogo ya conocido. Bueno, sí, en parte. Galileo, ya lo sabéis, dirigió el telescopio a las alturas y una noche descubrió cuatro puntitos luminosos alrededor de Júpiter. Pero eran lunas, astros secundarios. No planetas de verdad, no ¡pla-ne-tas pla-ne-tas! (¡ta-ri-ro-ta-ri-ro!).
No fue hasta 1781 cuando la familia solar tuvo que reconocer un vástago más: Urano. Lo descubrió el inglés William Herschel. Aquello lo hizo mundialmente famoso, a pesar de que las malas lenguas nos repiten que fue un descubrimiento fortuito. No como el que llevó al francés Leverrier hasta Neptuno, en 1846. Leverrier dedujo la existencia del octavo planeta siguiendo las irregularidades de la órbita de Urano.
Pero tales terremotos en la quietud clásica de los cielos provocó un seísmo si cabe mayor en los tranquilos, se supone, gabinetes de los astrónomos. Todo buen hijo de vecino quería su planeta.Ya no bastaba con descubrir nuevas estrellas que, al cabo, son casi vulgares de tantas que hay en el universo. Lo que sucedió entonces fue que la imaginación venció al sentido común lo cual, en ocasiones, es de agradecer.
Así nació Vulcano, entre Mercurio y el Sol. Postulado en 1859 por Lescarbault, sólo gracias la teoría de la relatividad de Einstein, ya en el XX, se descartó su existencia. Thomas Jefferson Jackson, por su parte, ni corto ni perezoso decidió inventarse planetas de tres en tres. A principios de siglo pasado propuso la existencia de los astros Oceanus, Cronus y Transoceanus, los tres más allá de los lindes orbitales de Neptuno.
Pero el rey de los descubridores patafísicos de planetas fue, sin duda, el americano W. H. Pickering, muerto en 1938. La inventiva de Pickering, sin embargo, al contrario de la que demostraron sus predecesores, no alcanzó la cuestión léxica, siempre importante. Y así sus planetas nacieron muertos, pues… ¡qué insignificantes y anodinos tuvieron que parecer los O, P, Q, R, S, T y U (así los llamaba Pickering) frente a aquellos mundos, igual de irreales sí pero con nombres tan glamourosos como Vulcano, Hades u Oceanus!
Foto Vía: helensguidetothegalaxy.wordpress.com