La sangre y los grupos sanguíneos

globulos rojos

El origen de la vida se encuentra en el océano. La ciencia lo ha dicho repetidas veces, pero ya antes, algunos «tipos» listos, como el filósofo Tales de Mileto, lo habían adivinado. La evolución desembocó en organismos cada vez más complejos que se fueron alejando del mar externo, aunque sólo mediante la estrategia de «asumirlo» dentro.

Porque hay un mar interior, indispensable: la sangre. La sangre, ese oro líquido, rojo, ha fascinado a los poetas, seducido a los guerreros, asombrado a los científicos. Por no hablar de los vampiros. Es el vehículo que transporta oxígeno y alimento primero, recogiendo los desechos después. Todas y cada una de las células del cuerpo le deben la vida. A la sangre.

Sin embargo, durante mucho tiempo se estuvo lejos de saber a ciencia cierta buena parte de sus misterios. Se sabía que era el fluido vital, esencial. Pero se desconocía la posibilidad de las transfusiones o el mismo hecho de la circulación sanguínea.

En Roma era tradición suicidarse cortándose las venas. Antes que los romanos, ya los griegos (ese pueblo que pensó acerca de todo lo pensable y buena parte de lo impensable) venían coqueteando con la idea de transfusiones entre cuerpos distintos. Pero al final de la Edad Antigua, la fruta, lejos de madurar, se volvió todavía más verde. Hasta William Harvey (1579-1657).

Este Guillermo inglés (William) es recordado por haber puesto sobre la mesa la teoría de la circulación de la sangre. Era la primera piedra: se abría una nueva senda en todo el campo de la fisiología y, por ende, en el conjunto de la medicina. Poco después, en la Francia de aquel monarca que declaraba ser el estado en persona, un médico de la corte, Jean Baptiste Denys, hizo los primeros ensayos de transfusión.

Probó con un joven algo trastornado como receptor. El emisor de sangre fue…¡un cordero! Lo estupefaciente es que el experimento no resultó catastrófico. Antes bien, las cosas marcharon bien. Pura casualidad. Animado, Denys hizo nuevos ensayos. Esta vez los resultados fueron desastrosos para los pobres receptores.

Hubo escándalo, juicio y condena. La vía de investigación se cerró durante más de dos siglos. Hasta que, en los albores del siglo XX, en Viena (curiosamente la ciudad acaso más clasista y decadente de entonces, pero también, y sobre todo, la que tenía el mayor empuje y el mayor número de genios y talentos por metro cuadrado), Karl Landsteiner observó la reacción que se produce entre la sangre de personas diferentes, identificando los grupos sanguíneos A, B, AB y 0.

Landsteiner, al que le dieron el Nobel en 1930, dio con la clave de las transferencias sanguíneas: que los grupos sean compatibles. En el descubrimiento del hereditario Rh, y su carácter positivo o negativo, también estuvo metido el bueno de Landsteiner.

Hoy día, las transfusiones de sangre son el pan de cada día en nuestros hospitales. Además de los 4 magníficos, se han descubierto centenares de subgrupos (M, N, P, Kidd, Kell, etc) a tener en cuenta en las operaciones de trasplantes.

Los grupos sanguíneos han rebasado el ámbito del especialista para hacerse muy populares. Tanto que, en los 80, empezaron a sustituir (o al menos a completar) a los astros en la confección de horóscopos. Pero la creencia en correspondencias entre grupos de sangre y carácter (en la que incluso se vieron implicadas revistas científicas prestigiosas y «serias»), si bien curiosa, es ya otra historia…

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