La Tregua de Navidad de 1914
Lo ocurrido durante una Navidad de hace 96 años es de esas cosas que nos reconcilia con el género bobo, perdón, humano. Demasiado humano, visto los precedentes y lo que vendría a continuación, fue en efecto el episodio. Una inesperada flor de invierno, flor azul, que por lo mismo no podía durar.
No duró pero eso poco importa. Sabía bien Aristóteles que lo blanco no es más blanco por durar cien años o solamente un día. Ni tampoco la hermosura. Hoy nuestro hecho curioso es, por lo tanto, un episodio de historia. Tan extraño e insólito que merece figurar en esta sección con todas las de la ley.
La escena nos lleva hasta las cercanías de Ypres, en Bélgica. Hagamos un ejercicio de memoria: ¿qué sucedía en Europa hace 96 años, es decir en las navidades de 1914? Premio: había una guerra, la Gran Guerra.
El vidrio limpio y suave por el que Stefan Zweig contemplaba su mundo del ayer se desmoronaba. 1914 es también para la mayoría de los historiadores el primer año del siglo XX propiamente dicho. Los tradicionales modos y costumbres decimonónicos se retiraron espantados ante el desarrollo de una época dominada por la tecnología cuyo resultado final sería la muerte del hombre.
La Gran Guerra, la Primera Guerra Mundial representa, pues, la cesura, el punto de inflexión. Nada volvería a ser lo mismo. Los hombres y mujeres no volverían a mirarse a los ojos de la misma manera (bueno, está el paréntesis de los años 20). Por eso es tan relevante nuestra anécdota.
Los primeros entusiasmos (así es nuestra especie: se declara la guerra entre las grandes potencias y las masas toman las calles alegres, en París, en Berlín, en Viena, en Zagreb, en Tokio, en Roma, donde sea) apenas resistían ya los rigores del invierno. La guerra había encallado pronto en un enfrentamiento de trincheras. Todo el frente occidental era, en verdad, una larga cicatriz que desde el mar del Norte hasta el Mediterráneo separaba a los soldados enemigos apenas unos cuantos metros.
Hay que pensar una cosa. Los mandos se encargaron desde muy pronto de azuzar los ánimos de unos contra otros, de otros contra unos. Entre la tropa de aquí (digamos, ingleses y franceses) circulaban terribles historias sobre la crueldad alemana. Lo mismo vale la inversa.
Pero el 24 de diciembre de 1914, en las inmediaciones de Ypres, los soldados ingleses no daban crédito cuando, del otro lado, oyeron que una voz se elevaba en medio de la noche. Luego otra, y otra. Un coro de voces cantando un villancico. La voz, lo que nos hace humanos. La música, lo que nos hace divinos.
Al mismo tiempo, esos mismos soldados ingleses, franceses, belgas, pudieron contemplar, rizando el rizo de su perplejidad, unas luces que iban apareciendo por las líneas del frente. ¡Eran abetos de navidad!
Cuando las voces alemanas callaron, del otro lado aplaudieron. Y cantaron a su vez. Así, venciendo los primeros temores, de uno y otro lado de la trinchera salieron algunos hombres. Quedaron claras las intenciones. Y confraternizaron.
Se intercambiaron regalos, cigarrillos, comida. Se cantó juntos. Juntos enterraron a los muertos y juntos asistieron a una misa común. Y hubo risas compartidas. Habían estado matándose hasta apenas unos minutos antes. Lo sorprendente, para todos, era que los rostros de los declarados enemigos no parecían diferir de los presuntos amigos.
Del episodio se formó una bola de nieve de repercusión notable. La fraternidad se extendió varios kilómetros a lo largo del frente. Se jugaron de partidos de fútbol. Por un momento, todos comprendieron que la guerra era una tontería.
Por supuesto, allí donde brilla una chispa de bondad prestos corren los sepultureros del alma humana. Los jefes, los manos, cuando se enteraron, estallaron de rabia. Pero no vamos a contar lo que hicieron. Para ellos, hombres infames, nada más que el desprecio del olvido.
Foto vía: thinkingpictures
Esto me confirma lo que he pensado siempre, que las guerras las hecen los mandos, los jefazos locos por el poder y la gloria, pero que los pobres soldados,sujetos a las desciplina y el miedo, tiene que luchar y matar en contra de todos sus principios para aniquilar a sus propios vecinos que los intereses de sus gobernantes han convertido en sus enemigos. Tierna y aleccionadora anecdota, que nos deja un amargo sabor , porque imaginamos como acabaron sus protagonistas.