Políticas de la carrera espacial y nuevos planetas

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Si obviamos las dudas conspirativas y nos creemos la narración oficial, los años 60 representan un hito insuperado en la historia de la cosmología, no por los descubrimientos producidos en ese campo, sino por las aplicaciones técnicas de la carrera espacial.

De la tensión competitiva entre las dos superpotencias surgió un espíritu emprendedor mantenido por ingentes sumas de dinero (y en la URSS por un afilado ingenio). Tras la llegada a la Luna, la propia inercia arrastró la euforia cosmológica durante los primeros años de la década siguiente, de modo que todavía se llevaron a cabo proyectos ambiciosos incluso a finales de los 70, como el de las naves Voyager.

Los 80, sin embargo, trajeron la resaca de la crisis económica y las recetas neoliberales de reducción de gasto. Fue la época de la señora Margaret en Gran Bretaña, y del cowboy Ronald en EEUU. El presupuesto de la Nasa sufrió profundos tijeretazos y nadie lo lamentó. Al cabo, la moda espacial había pasado, toda vez que EEUU había ganado la carrera.

El accidente del Challenger en 1986 representó un triste corolario y la trágica constatación de que nada había ya por hacer en el campo de las aventuras espaciales. No sólo se gastaba el dinero sin aprovechamiento, sino que además resultaba peligroso. La misma Nasa parecía dispuesta a asumir la necesidad de su propio entierro…

Pero en los 90 las cosas empezaron a cambiar. No se recuperaron los fastos imperiales de los 60, pero se reconsideraron las estrategias del gasto. La tecnología había avanzado, lo que permitía que los grandes proyectos retóricos y las inmensas estructuras obsoletas de antaño se trocasen, pragmáticamente, en desarrollos concretos de presupuesto reducido.

Así, a finales de los 90 resucitó el viejo sueño marciano, pero había que vender una imagen más acorde con la realidad actual. De la mano de un contexto económico y social, al menos en USA, favorable y despreocupado (los felices 90), y de la reactualización de la (adormecida) pasión colectiva por cuestiones de astronomía y cosmología. Mientras tanto, en 1995 se descubría el primer planeta extrasolar. Cierta euforia regresaba a los departamentos de astrofísica.

Desde entonces se han “observado” cientos de planetas (entre comillas porque lo de “observar” no deja de ser una forma de hablar. No tenemos fotografías, ni siquiera en infrarrojos, de ninguno de ellos, sin contar el caso del 2M1207b. Se detectan mediante refinadas e indirectas técnicas de medición, como la de las variaciones de la velocidad radial por el efecto Doppler).

Semejante hecho no deja de ser una buena noticia para la bioastronomía, pues la ecuación de Drake (que intenta fijar de manera no rigurosa el número posible de civilizaciones extraterrestres de la galaxia) depende del número de planetas.

Sin embargo, con el nuevo milenio se cayó pronto en un pozo negro bien excavado por algunos, que pretendieron convertir al terrorismo en la amenaza planetaria, fundamental, ontológica, ante la cual despilfarrar todos los recursos, sobre la que proyectar todos los miedos. De esa época infame vamos, poco a poco, saliendo. Y todos tenemos motivos para alegrarnos. También la astronomía. ¿También esos marcianos que nos aguardan? (PD: Otro día os contamos al pormenor lo de la ecuación de Drake).

Foto vía: cielosur

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